Para quienes extrañamos la presencia de Miguel Littin en el semnario interancional de comunicación y paz, los invitoa leer este reportaje realizado por Carlos Reviriego
Convencido de que “el arte puede ser el nexo de unión” entre judíos y palestinos, el cineasta chileno Miguel Littin, de ascendencia árabe, ha viajado a territorios ocupados para rodar La última luna. Con iguales dosis de rabia y desesperanza, recupera la memoria familiar para relatar la historia de amistad y confrontación que vivió su bisabuelo Sodomin durante principios de siglo en Judea, y de cómo la ocupación hebrea le convirtió en un extranjero en su propia tierra. El filme se estrena mañana en cines españoles.
El cineasta Miguel Littin (Palmilla, 1945) es chileno y también inmigrante árabe de tercera generación. A su abuelo materno Mihail, nacido en Palestina, le casaron y embarcaron hacia América a finales de la Primera Guerra Mundial, cuando apenas era un niño. En su reciente largometraje, La última luna, Littin recupera la memoria de su antepasado para explorar sus propios orígenes, pero también para analizar los motivos profundos del conflicto en Oriente Medio y posicionarse del lado de su sangre. “Son historias surgidas a partir de los relatos familiares que he escuchado desde niño”, explica el también novelista chileno. “Siendo ya un hombre maduro, viajé a Palestina y allí me contaron las historias de los que se quedaron. Con ello escribí un cuento, una novela corta y finalmente un guión”.Más cerca por tanto de la fábula que de la épica, el autor de la extraordinaria El chacal de Nahueltero (1969) escenifica la que podría ser la historia de su bisabuelo, el palestino Soliman (Ayman Abu Alzulof), quien una mañana de julio comenzó a construir una casa y una amistad con el judío Jacob (Alejandro Groic) en las colinas de Judea. Con los años y la guerra y las traiciones, terminó por mirar con desprecio a los ojos de esa vieja amistad, separados ambos por una alambrada.
Tras los pasos de Kazan
–Elia Kazan esperó hasta bien entrada la madurez para rodar la historia de sus antepasados en América, América. Da la sensación de que usted ha hecho algo parecido...
–Hemos recorrido un camino paralelo, sí. América, América es una película que me emocionó mucho... en ella Kazan se sumerge en el origen de sí mismo, su descendencia armenia, y eso es lo que más conmueve. En mi caso, la película ha surgido de forma natural. En Chile hay al menos medio millón de descendientes palestinos, hay otra Palestina que a su manera trata de conservar las singularidades de su cultura. Mi preocupación por Palestina siempre ha sido cultural y no política. Mi primera intención, de hecho, fue retratar la epopeya cotidiana de esos inmigrantes que llegaron desde el otro lado del mundo tratando de sobrevivir y de luchar por su cultura. Pero al viajar a Palestina y escuchar el origen de todo, las historias de mis parientes, decidí contar el sufrimiento de los que allí se quedaron.
–Trata de mantener un tono ligero, incluso cómico. Pero la tragedia acaba dominando la película...
–Es algo que está más allá de la voluntad humana. El individuo vive allí a expensas de las decisiones políticas. Su felicidad no está en su mano. Palestina ha sido invadida y maltratada a lo largo de los tiempos. Yo quería mostrar el origen profundo del dolor de este pueblo, a punto de desaparecer, transmitiéndolo a través de lo cotidiano, de lo que significa la leche para los niños. De alguna manera, esa alegría devorada por la tragedia conecta también con la tradición latinoamericana de mezclar lo real y lo maravilloso.
Gabriel García Márquez, máximo exponente de lo antedicho, prácticamente elevó a categoría de héroe nacional a Miguel Littin cuando escribió en 1986 el libro Las aventuras de Miguel Littin clandestino en Chile. Allí el Nobel relataba el regreso de incógnito a Chile del cineasta, desde el exilio, para filmar los procesos oscuros del régimen de Pinochet, cuyo resultado fue el documental Acta General de Chile (1986). El cine asociado al sentido de la aventura, como en Ford, Hawks o Huston, sigue indeleble en Littin, a pesar de sus 64 años, por lo que para el rodaje de La última luna viajó a los territorios ocupados con un equipo de apenas once personas y filmó la historia en árabe con una minoría de actores chilenos. “Un rodaje infernal”, dice, “lleno de obstáculos y problemas, y que resolví gracias en parte a mi experiencia en los documentales Crónicas palestinas I y II, donde rodé en primera línea de la Intifada”.
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