Los hombres, todos, han estado esperando. Sus cuerpos esculpidos por sol y lluvia como cincel y forja; en sus propios techos, conociendo para sí el amor, la tristeza - ese otro cincel - y la palabra, pequeño sol crepuscular. Habían esperado, con el alma en su guarida, como animal, hasta la tarde final en que el cielo cumplía con su promesa y empezaba a abrirse.
Las trompetas estaban listas, el sello abierto y entre los rostros pasaba un viento aural que apenas se sentía salvo por la dificultad de articular palabras.
Hace meses la lluvia no cesaba, bajo la lógica de Frank Kappus era un símbolo inmóvil del estado de su alma; las casas se habían destruido meses antes, y la imagen de las pequeñas aldeas se reinventaba sobre las ruinas de las grandes ciudades anteriores, el mundo entonces era otro y se aplacaba con su propio peso.
Abierto y cerrado el telón, los ojos de Frank se despertaron - en solo un segundo fue sueño, esperanza y despertar - y descubrió el mundo desolado, los pequeños animales observaban amparados en sus cuevas del resplandor de trompetas que clareaban en las gotas, le seguían violines; el horizonte emergía posible, al final de la jornada pequeñas luces iban y venían sobre su línea fantástica.
Los hombres, excepto Frank Kappus, tenían rostros sin fuego, aclarados acaso por unas almas que se resistían a perecer, ordenados según las horas se habituaban a la inmovilidad, los ojos reclamaban colores y los golpeó la sombra, la boca buscaba apaciguada alguna palabra salvadora y los abofeteaba la quietud, y solo se presentía un espíritu enjaulado en cuerpos que nunca dejaron ver el paisaje.
Al final de un rayo y su luz disipada por el paisaje, todo parece terminar, pero un hombre - el querido Frank - se levanta y camina hasta un abismo, dispuesto a contestar a la naturaleza y a Dios. Ese hombre, esa ave sin alas, se levantó sobre el paisaje habló por el resto de hombres y fue escuchado; nunca una voz había lleno el mundo. Cayó un nuevo rayo, sobre el hombre, que poco a poco y por la lluvia se convertía en cristal.
Las trompetas estaban listas, el sello abierto y entre los rostros pasaba un viento aural que apenas se sentía salvo por la dificultad de articular palabras.
Hace meses la lluvia no cesaba, bajo la lógica de Frank Kappus era un símbolo inmóvil del estado de su alma; las casas se habían destruido meses antes, y la imagen de las pequeñas aldeas se reinventaba sobre las ruinas de las grandes ciudades anteriores, el mundo entonces era otro y se aplacaba con su propio peso.
Abierto y cerrado el telón, los ojos de Frank se despertaron - en solo un segundo fue sueño, esperanza y despertar - y descubrió el mundo desolado, los pequeños animales observaban amparados en sus cuevas del resplandor de trompetas que clareaban en las gotas, le seguían violines; el horizonte emergía posible, al final de la jornada pequeñas luces iban y venían sobre su línea fantástica.
Los hombres, excepto Frank Kappus, tenían rostros sin fuego, aclarados acaso por unas almas que se resistían a perecer, ordenados según las horas se habituaban a la inmovilidad, los ojos reclamaban colores y los golpeó la sombra, la boca buscaba apaciguada alguna palabra salvadora y los abofeteaba la quietud, y solo se presentía un espíritu enjaulado en cuerpos que nunca dejaron ver el paisaje.
Al final de un rayo y su luz disipada por el paisaje, todo parece terminar, pero un hombre - el querido Frank - se levanta y camina hasta un abismo, dispuesto a contestar a la naturaleza y a Dios. Ese hombre, esa ave sin alas, se levantó sobre el paisaje habló por el resto de hombres y fue escuchado; nunca una voz había lleno el mundo. Cayó un nuevo rayo, sobre el hombre, que poco a poco y por la lluvia se convertía en cristal.
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